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EL CIEGO GASPAR – Por: Juan Linares

CIEGO GASPAR

 

Mi relato será fiel. Sé que hay inteligencias superiores, pero la persona que inventa algo lo concibe y lo hace suyo mucho mejor que quien lo aprende de otro. Gaspar, no recuerdo su apellido, era delgado, de tez morena y cabello lacio. Siempre andaba mal peinado o, mejor dicho, “peinado a lo que me importa”. Puedo recordar sin error, que nunca lo vi serio o preocupado. La sonrisa amable formaba parte de su figura, era su sello de fábrica, su señal de identidad. Fuera de un sentimiento ardoroso por los sándwiches de miga no le conocí otra debilidad.

Pudo haber sido quizás, un científico, un matemático o un escritor de renombre, pero la ceguera y la falta de oportunidades lo redujeron a un simple cantor de plaza. Anónimos desocupados, espontáneos jubilados y desprogramados paseantes eran todo su público. Confieso que en más de una ocasión fui su único espectador. A él poco le importaba esa irregularidad, esa anomalía: “¡Basta Linares! – me soltó una vez- hacés ruido para que yo crea que son muchos”.

Gaspar verdaderamente sentía lo que cantaba. «Cantando la pena, la pena se olvida», me dijo un día… Una vez llegó a emocionarse hasta las lágrimas cuando una linda turista sueca, conmovida por su copla lastimera le acercó un billete de veinte dólares y un beso. “Así vale la pena cantar”, dijo sonriendo, al tiempo que escaneaba y verificaba con los dedos  la autenticidad del billete.

El destino, no los hombres, quiso que este ciego de plaza fuera mi compañero de clase en el primer año de bachillerato en el Colegio Nacional de Salta. Yo tendría como 13 o 14 años y Gaspar unos 15 o 16.

Los muchachos, los compañeros de aula lo recibieron como se recibe a un ciego: poniéndole obstáculos. No bien lo divisaban por los pasillos del colegio le amontonaban, cruzaban, dos o tres sillas y algún tacho de basura solo para verlo tropezar. Gaspar que intuía esa pérfida maniobra eludía los asientos con una gambeta maradoniana. Jamás colisionó.

En materia de  estudio el “ciego feliz” nos sacaba varios cuerpos de ventaja. Era el primero de la clase, lo cual, es dable reconocerlo, constituía una afrenta para el resto. Lo aborrecíamos en silencio. “Este se hace el ciego para humillarnos”, señalaban maliciosamente algunos. Sin embargo una vez, Gaspar, nos mostró su verdadero rostro. “Todo destino por más extenso e intrincado que sea consta en realidad de un solo momento. El momento en que el hombre descubre realmente quien es”, escribió otro ciego famoso. 

Entre el numeroso plantel de profesores había uno en particular que todos,  absolutamente todos, ¡no exagero!detestábamos: el de botánica Macchi Campos. Era este un individuo regordete, cabezón, calvo y grosero. Pero su más notoria o acaso su más prominente “cualidad” era la crueldad que nos dispensaba. No saber la lección u olvidar fechas históricas constituía para él casi un delito de lesa humanidad. Solía ordenarnos pasar al frente de la clase (yo era un abonado a esa vergüenza) y frente a todo ese pelotón de enemigos íntimos que son los compañeros de la secundaria, uno debía mantenerse firme, erguido. ¡Firme ante las burlas partidarias! No estaba permitido ni siquiera apoyarse en la pared, menos ponerse en posición de descanso.

Pendía sobre la cabeza del “delincuente” la espada de las amonestaciones. Bastaban 25 para que el insolente estudiante fuera expulsado del colegio y no admitido en ningún otro. 25, ¿qué son 25? Si una simple pelea entre compañeros equivalía a un mínimo de 15 amonestaciones.

Una tarde-noche un rayo dejó sin luz a media capital, incluido el colegio, justo en momentos en que el temible y temido, Macchi Campos, escribía no sé que teorías en el pizarrón. De repente un objeto no identificado ¿un zapato? ¿una radio?voló por los aires y golpeó la pizarra produciendo un ruido estremecedor. (Cada día me convenzo más que los torturadores, los asesinos, tienen un sexto sentido, un ángel perverso, que evita que los lastimen. Remember Bush), Macchi Campos logró esquivar con éxito el “misil” lanzado  por manos anónimas. Cuando volvió la luz, todavía el profesor estaba encendido. Preso de la ira, maldecía a diestra y siniestra. Literalmente botaba espuma por la boca.

– Si no me dicen quién fue el que me arrojó esta naranja amonestaré a toda la clase. ¡10 amonestaciones a cada uno!

Ante la gravedad del acontecimiento, el mismísimo rector del establecimiento, un español de apellido Sáez se hizo presente en el aula portando una orden de expulsión inmediata, lista para ser llenada. Un frío gélido recorrió el recinto. Nadie había visto nada.

– ¿Quién fue el agresor?- berreaba Macchi Campos con los ojos fuera de órbita. Las amenazas de excomunión estudiantil no cesaban. Guantánamo hubiera representado, en esos momentos, un paraíso, el Moab, la tierra prometida. La expulsión y el no ser admitido en ninguna escuela o colegio era un fardo demasiado pesado de soportar para una espalda adolescente. 

– ¿Quién fue? Vociferaba Macchi Campos. Cada vez más ciego. Más insensato.

Sentí, como sentiría tantas otras veces en el curso de mi vida, que todas las miradas convergían hacia mí; el sospechoso de siempre: El líder.

De repente desde el fondo de la clase, alguien se puso de pie…

¡Ahí estaba Gaspar! con la mano en alto, como una estatua de sal, asumiendo toda la responsabilidad y toda la culpa. Del asombro inicial todos los alumnos pasamos a la plena incredulidad y luego a la súbita gratitud. ¡Yo fui! repetía el ciego cada vez con más fuerza, cada vez más convencido, más altivo. Tenía ojos tranquilos, acostumbrados a la prudencia, pero un corazón amplio, valiente. 

Conmovidos por esa audacia, por ese coraje sin par, toda la clase se puso de pie. Así estuvimos un buen rato, levantando la mano, acusándonos los unos a los otros hasta que el timbre, la campana, del recreo sonó y todo quedó en la nada.

Desde ese día toda la clase, se encargó de removerle los obstáculos a Gaspar. Nunca más tuvo, ni siquiera, que abrir una puerta. Todas estuvieron siempre abiertas para él. Jamás volvió a encontrar una silla, una maceta o una bicicleta en su camino. Que yo sepa, nunca más volvió a comer un sándwich de miga pagado de su bolsillo. Durante todo ese año Gaspar fue víctima de numerosos agasajos.

Me pregunto, ¿qué habrá sido de la vida de Gaspar?… el ciego de la plaza; el mismo que una noche de invierno – en un colegio lleno de historia- me salvó de la expulsión.

 

JUAN LINARES

Nota: Esta crónica fue publicada en la Revista Semana.com