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UNA HISTORIA MÍNIMA – Por: Juan Linares

RISA MUJER NEGRA

Tengo un pequeño negocio en un centro comercial de Bogotá. Nada memorable, nada del otro mundo. En una vida pasada, he conducido (¡siempre hasta la victoria!) ejércitos invencibles, pero hoy cuento los pasos en una jaula de vidrio de 12 o 15 metros cuadrados. Una jaula de oro si la mido por lo costoso que me resulta su alquiler mensual. ¡No me quejo! ¡No me quejo! Otra es la gloria que busco…

Frente a mi local hay una cafetería, tan modesta como mi negocio, pero mucho más amplia. La atiende una mujer negra de unos 40 años. Se llama Rosa, como la célebre, Rosa de Luxemburgo, que fue muerta a culatazos por la policía alemana en enero de 1919. Aquella Rosa murió pensando que era posible alimentar a todos los pobres del mundo; esta, en cambio, es una optimista de la vida: gente que nunca tuvo una oportunidad pero festeja cada amanecer. En este mundo malvado, preso de traiciones y engaños, lleno de golpes bajos, y donde el “vivo” supera al honesto, ella se hace querer: “es su oficio”.

Basta que alguien la mire para que sonría. Siempre agradecida, siempre atenta, siempre servicial. Rosa, recibe y despide a los clientes, a los parroquianos, riéndose; limpia las mesas y sirve el café riéndose. Les cobra la cuenta riéndose. La he visto incluso sentarse en la mesa de gente extraña, de clientes desconocidos, y al poco tiempo, seguramente por sus ocurrencias festivas, producir el milagro de la risa.

Una vez fue a mostrarme un billete de 10 mil pesos falso; llegó a mi local riendo para contarme que había sido estafada. Le pareció gracioso, cómico, que alguien la engañara, a ella, justamente a ella: “le pagaré a mi patrona en dos contados”, me dijo y se fue, riéndose de su propio descuido, de su excesiva confianza en la gente. En otra ocasión me comentó que ella quería ser maestra, que soñaba con ser maestra, pero los “sucesos” de la vida se lo habían impedido: “El azar: el azar, es la puerta la que decide, no el hombre”, repetía como poseída. Fue en ese momento, creo, que le dije que me iba de vacaciones a Londres. “¿Londres?” repitió, aprobando con una sonrisa el destino de mi viaje: “tengo un familiar viviendo allí, tal vez, con usted podría enviarle algo”, me dijo. Mecánicamente contesté: “si, por supuesto”.

La noche anterior a mi viaje a Londres se hizo anunciar en la portería del edificio. Me sorprendió menos que conociera mi domicilio que la hora en que se presentaba. Como era normal en ella entró a mi casa sonriendo. Siempre de buena “onda”. Traía un paquete pequeño prolijamente envuelto. Mi esposa, que la recibió a la entrada le ofreció un refresco y nos dejó solos.

“He venido porque usted me prometió que podría llevarme una pequeña encomienda”, me encaró. Confieso que mi primera intención fue negarme, pero me tomó por sorpresa. Le respondí que esa era la idea, pero que en mi periplo debía pasar por Estados Unidos, y “allí la aduana le revisa al viajero hasta la ropa interior”. Rosa comprendió el mensaje, e inmediatamente abrió el paquete que yo debía transportar: eran dos libras de café, con el correspondiente ticket de compra de un supermercado conocido, y un sobre manila con una carta y un dibujo. Mi esposa que entraba en esos momentos con un vaso de gaseosa me ordenó con los ojos que aceptara; que cumpliera mi promesa. Sé que mi comentario la molestó, pero “a veces lo que decimos no se parece a nosotros”.

Por una extraña razón la conversación derivó en el destinatario de ese paquete. “Es para mi padre”, me dijo. Noté que ya no sonreía y que su rostro, siempre vibrante, se tornó triste y melancólico. Esta es la historia que me contó aquella noche, con estas y con otras palabras:

“Mi padre se fue de mi casa cuando yo tenía 7 u 8 años. Se fue en el “Southampton”, un barco de carga inglés que estuvo un tiempo estacionado en Buenaventura, de donde yo soy oriunda. Se embarcó como cocinero o lavaplatos. Se fue a “probar fortuna” a lejanas tierras, dejándonos solas a mi madre y a mí. Al principio enviaba dinero y nos divertía con sus aventuras, pero con el tiempo los mensajes y los “pesos fuertes” dejaron de llegar. Cuando yo tenía 19 años mi madre falleció, y los contactos esporádicos que mantenía con mi padre cesaron.  Me imagino que rehízo su vida, con otra mujer y que tuvo otros hijos. ¡No lo culpo, no lo juzgo! No es fácil vivir en tierra ajena. Vaya a saber uno que soledades y que desprecios habrá tenido que enfrentar, y aguantar… Lo cierto es que hace 5 años, recibí una carta de Londres, una carta triste, que se asemejaba a una despedida. Yo, que no me resigno a perderlo, le envié dos o tres cartas, que me fueron devueltas, por la Post Office, el correo inglés. Tal vez, escribí mal la dirección o tal vez se mudó a otro barrio o a otra ciudad”.

Mi esposa, que había seguido con atención el relato, le preguntó cómo imaginaba a su padre: “Lo imagino con un regalo para mí en sus manos”, fue la respuesta.

Se quedó un rato más en mi apartamento. Noté que la trabajaba un recuerdo, una emoción: “Conozco Londres como la palma de mi mano, así que le entregaré su encargo en las propias manos de su padre”, dije. No sé si me escuchó o simuló escucharme, pero me agradeció con una sonrisa.

Bajamos por el ascensor y salimos de mi edificio en silencio. La soledad que despedía esa mujer quemaba. La acompañé a tomar un taxi. La noche era intensa: fría y con llovizna. Antes de abordar el vehículo se dirigió hacía mi con unas palabras que me sacudieron: “Si llega a ver a mi padre, si logra encontrarse con él, dígale que cumplí con mi sueño, que soy maestra en un colegio del Distrito, y que soy feliz… ¡Miéntale! ¡Miéntale!

Cuando regresé de Londres, Rosa ya no trabajaba en la cafetería, se había ido con su risa de trapo a otra ciudad. Sospecho que nunca quiso conocer el final de la historia, o tal vez, ya lo sabía y no quería aceptarlo. Sospecho que yo, sin buscarlo ni pretenderlo, también formo parte de la trama y resuelvo callar el descubrimiento. La fe se apoya en la esperanza.

Las heridas quedan en el corazón, se aprende mucho a costa del dolor.

“Feliz Navidad”.

 

 

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